Cómo matar a la filosofía en 1 minuto
La incomodidad atenta contra la reproducción del consumo.
Identifico un núcleo problemático en la relación de la filosofía con las redes sociales. Un proceso muy en la línea de la producción cultural contemporánea. Algo que podría ponerse en serie con esta sentencia de Durán Barba en una de tantas veladas intimistas con Novaresio: “Antiguamente creíamos en ideologías: yo lo que quiero ahora es darme un gustito”. Porque ese es ni más ni menos que el credo de la época: entronizar el ocio y la dispersión. Y, en lo posible, que tiendan a infinito. Con cada novedad de fibra óptica, con el próximo procesador potenciado “vas a ganar más tiempo para vos”. Cabrá, claro, preguntarse a dónde ha ido todo ese tiempo ganado al tedio y al trabajo, gracias al progreso técnico, desde el fondo de los tiempos. Pero tal vez se trate únicamente de percibir, como deseo insuflado por todos los medios publicitarios y las redes, que en todo horizonte deberíamos estar… nosotros disfrutando. El placer es en la actualidad un bien –El bien– en sí: apetecible por lo que es en sí mismo. Y, aparentemente, alcanza con incursionar en cualquier red social para saberlo, el placer abunda: se lo encuentra en todas partes. La tecnología está allí para capturar lo máximo posible nuestra atención, buscando una alquimia destructiva en nuestros neurotransmisores. En esta trama del ocio y placer –como diría David Viñas– “la depresión es la principal causa de enfermedad y discapacidad en el mundo”, tal como afirma la Organización Panamericana de la Salud.
Lo que es cierto es que hay un repertorio de necesidades que toda industria reproduce: principalmente los placeres íntimos del sexo y el bienestar. Elo Podcast, en un extremo, la pornografía más banal, el eterno sacudirse del fetiche que se mira absorto hasta el aburrimiento (“los consumidores de pornografía manifiestan más síntomas depresivos, una menor calidad de vida”, BBC). En el otro extremo, Eial Moldavsky, haciendo su filosofía 1 minuto, para aliviarnos de toda culpa en una especie de relato de cocina de “auto-ayuda” con frases trilladas.
Placer, placer, placer: se agita la cosa ante nosotros en la pantalla, en el vacío y ya pierde incluso toda metafísica. La proliferación de los Only Fans, la micropornografía que abunda en el formato de la story, son la iteración infinita de una línea de poema: cuando Stein escribió “A rose is a rose is a rose”, no pensó que habilitaba el “Es un culo es un culo es un culo”. Sin promesas de algún más allá, uno se encadena de pies y manos, queda condenado al objeto por lo que es sin plus ultra. Tal es nuestra publicidad fisiológica.
Los sofistas de nuestros tiempos
¿Qué perdimos en el camino de la modernidad? Enumerar sólo algunas: la búsqueda de Dios, cultivar la palabra o escuchar la música de los instrumentos y la naturaleza. Porque incluso mucho de la música se ha vuelto una experiencia táctil, concreta. Pero ya en dirección a lo que acá discuto, ¿qué ocurre hoy con el placer filosófico, con el “deseo de saber”, según su definición clásica? Me refiero al tipo de deseo que hace una justicia verdaderamente más alta al placer. Porque cuando el placer se vuelve mediato, se sublima, entonces se dignifica (se vuelve grato). De ese modo conocemos que puede haber mucho más en nuestros derroteros vitales que el simple agrado de los sentidos (el comer papa fritas o comprar un auto). Respecto a necesidades como estas, de inmediato, identificamos un problema: pareciera que mucha filosofía contemporánea se mercantiliza, adopta un tipo de circulación propia del consumo. La enseñanza filosófica, que tenía como premisa histórica emancipar e incomodar, se ha vuelto, en parte, un objeto que "agrada" y funge de atributo cool. La incomodidad y la (auto)crítica son emocionalmente desdeñables en una época de escasa tolerancia política y pedagógica.
Si la industria cultural –como sabemos desde Adorno y Horkheimer– produce un arte falso, estandarizado, que reduce la sensibilidad del espectador, hoy las mismas tendencias de la cultura del consumo penetran a la filosofía. De acuerdo con la lógica de funcionamiento de los algoritmos y las redes sociales, la filosofía “mediática” se ha vuelto lo que yo llamo una “nueva sofística”. Una jerga hueca, fácilmente consumible y atractiva, que se adecúa a lo establecido al tiempo que impone una pose de “subversión”. La filosofía de las redes sociales puede ser, en el límite, un oxímoron. Sus supuestos básicos se contradicen. Bien, de acuerdo. Pero por gracia de ese oxímoron, por el hecho de que en efecto funcione como tal (existe la filosofía en redes) es que hablo de una sofística. Omitiendo la contradicción básica –presente desde la Crítica del juicio de Kant– entre la reflexión y lo agradable, los filósofos de la difusión han encontrado en la redes sociales un ecosistema ideal para hacer de discurso “filosófico” y, hasta en algunos casos, pretendidamente “crítico”, un producto que convierte, con éxito, leads en consumidores.
Puntualicemos. Personalidades como Darío Sztajnrajber y Eial Moldavsky (e incluso incluiría aquí a Byul Chung-Han) comparten un cuerpo común de atributos que los adecúan a la lógica de funcionamiento de las redes sociales. Todos ellos prosperan gracias a las ondas expansivas del impacto algorítmico. Su virtud es, precisamente, ser consumidos mucho más allá de los restringidos claustros del saber. Y hoy abundan los galardones que esperan a quienes den con una lengua popular para la disciplina filosófica. Pero, me pregunto: ¿De eso se trata? ¿Han conseguido la parla iluminadora de todo buen docente? No precisamente. Este tipo de práctica filosófica no es una simple pedagogía iniciática. Que quede claro. Es un modo tramposo de hacer circular los saberes, sacrificando la potencia crítica de los conceptos para que, vueltos bienes de consumo, agraden a un mercado de consumidores con "inquietudes". Por eso hablo de una nueva sofística.
Hago memoria bibliográfica. En el Sofista de Platón, el Extranjero capturó para siempre la esencia de la sofística: hablaba de “una técnica apropiativa, una especie de caza que se ocupa de seres vivos que caminan, terrestres, domésticos, humanos, en forma privada, por un salario, con apariencia de enseñanza”. Esa técnica se ha reinventado, como todo. Los ‘apropiadores de hombres’ de nuestras prácticas contemporáneas se adaptan sin fisuras a los nuevos medios de difusión masiva. Como dije, eso no pasa sin costo. Todo producto, es decir, todo saber filosófico que se transforma en producto, adolece como veremos, de las mismas tergiversaciones. Cada medio de difusión tiene sus mecanismos de dominio sobre los productos y las necesidades. Cuando todo funciona demasiado bien y el éxito se cuantifica en likes, seguidores y compartidos, es cuando hay que sospechar. Esa, al menos, debería ser la línea de conducta de toda verdadera filosofía.
Ahora bien, no me pasa inadvertido que, al adentrarnos en estas charlas, videos y conferencias, contra lo que sostengo, se nos asegura todo lo contrario. Al modo de una “promo”, cada producto es rotulado con tres supuestos falaces que pretenden encubrir el incómodo estigma de la mercancía. En primer lugar, los filósofos “influencers” nos persuaden de que la filosofía “habla de nosotros”, que eso es lo que la hace tan atractiva (y, en última instancia, lo que explica su éxito). En segundo lugar, insistentemente se caracteriza a su filosofía como la práctica de un contrapoder. Por último, en cada instancia de consumo, se nos asegura que asistimos a un espectáculo que, como con el dadaísmo o en la mejor tradición vanguardista, tiene como fin incomodarnos, hacernos salir de nuestros casilleros, nuestras safe zones.
Pero ocurre que ese es el problema principal. Pretender del conocimiento filosófico la simple resonancia con las ideas que más o menos podemos llevar con nosotros en ratos de introspección, hacerla afín a las “preguntas profundas” de ágape y copas para descubrir que después de todo hablaba de nosotros mismos. Vulgarizar no es la palabra para eso: es el modo de distorsionar una disciplina para el consumo distraído, de limar las asperezas de la incomodidad e inclusive de la angustia que conlleva la reflexión filosófica. Dar con la mercancía. Una mercancía, para peor, convertida en altar al Yo cuando en simultáneo se llama a deconstruirlo. De alguna manera ese entendible, en un sistema que privilegia el individualismo… el YO.
Porque no, dejemos esto en claro. La filosofía no habla de vos. O lo hace de forma muy mediada, como producto de inquietudes que podrían sólo relativamente suponerse “humanas” o universales. Sucede que no basta con atender a la inquietud que pudo haber nutrido la producción de un saber o de un sistema para darnos por satisfechos en materia filosófica. Una obra como la Fenomenología del Espíritu no es una novela de un corazón desdichado.
Quizá más difícilmente admisible sea la pretensión de estar ejerciendo un contrapoder cuando se dicta o escribe desde “La Catedral” pensada por Moldbug. Eso era la sofística clásica. Porque se sabe, todo discurso, incluso el más evidentemente subversivo, puede constituir una hegemonía. Puede instituirse en el poder por medio de acciones políticas estatales (o de mercado) concretas. Más aun Cuando se es invitado con honores a disertar en en coloquio como los de IDEA o algún banco de algún país.
Si el mantra de la deconstrucción (recordemos que Darío es conocido como “el deconstructor”) ha adquirido en la Argentina un carácter hegemónico[1], entonces la crítica filosófica es un mandato. Este es el punto fundamental. Si, “como un reformador agrario reintegrado al capitalismo”[2], la deconstrucción se ha convertido en filosofía de Estado (“...desde 2011 ha conducido el programa de televisión Mentira la verdad por Canal Encuentro…”[3]), es decir, si la rebelión sólo consigue la etiqueta de haber aportado una nueva idea a lo vigente, entonces se debe deconstruir la deconstrucción contemporánea. Y así devolverle a la filosofía su carácter crítico fundamental.
El saber en la economía de la atención
Tenemos el privilegio de vivir el lanzamiento de los Apple Vision Pro. El dispositivo que nos acerca todavía mas a la introducción plena sensorial a la economía de la atención. Una economía que se sirve del algoritmo y de la mercantilización del contenido “filosófico”. El algoritmo distribuye lo que la gente quiere escuchar, es decir, lo que causa placer (y el placer se vuelve cada vez más inmediato), sería natural que la cacofonía propia de la reflexión filosófica opere dentro de esta lógica. Si el contenido en las redes se consume en un estado de distracción –teniendo como fin inmediato el placer–, necesariamente debería existir por lo menos una tensión entre el saber y su consumo. Y, sin embargo, en la filosofía de las redes esa disonancia se corta de raíz, lo que tiene un precio. El algoritmo nos protege de la incomodidad, del pensamiento crítico, lo que permite tener una experiencia en el ciberespacio más placentera. La incomodidad atenta contra la reproducción del consumo.
En la lógica del divertimento y la distracción, se pretende deliberadamente que el espectador no necesite clasificar nada puesto que cada charla, story o clase funcionan con una suerte de esquema que barre con los detalles expresivos, las disonancias, y todo lo que pudiera afligir al espectador. Por eso, no es una casualidad que estos productos filosóficos se adapten tan bien a la fórmula, a la frase: Filosofía en 11 frases, Filosofía en 1 minuto. En la inmediatez imaginada de la recepción se reproduce la inmediatez del consumo mercantil. Se crean fórmulas que toman el lugar del concepto, frases hechas u obvias. Muchas veces reducidas hasta el simple sinsentido. Moldavsky, por ejemplo, en sus sprints filosóficos de un minuto recurre al humor simple de apelación a lo cotidiano para llegar en una frase al asunto del video: el amor, dice con Badiou, es “una duración allí donde antes no hubo nada” (definición válida para más o menos la totalidad de lo existente). La tragedia de Badiou, y de tantos otros, que terminan en placas o frases aisladas, vaciándolos de contenido. Como la transgénesis de frutas y verduras que dan apariencia de sabor, sin realmente tenerlo.
El asunto es que, aferrado a las lógicas de la difusión, el pensamiento se estandariza. Para que el placer del consumo no se petrifique en aburrimiento, el producto no debe costar esfuerzo. Paradójicamente, un difusor de filosofía puede volverse un cultor de la comodidad, un sofista, un asesino del amor al pensamiento.
Revisar nuestras conductas teóricas y pedagógicas no es tarea para mañana. Hoy más que nunca debemos ejercitar la incomodidad, cuando lo que precisa gran parte de la humanidad es escapar de mucho de lo que cree necesitar. Hace un tiempo, leí en The Economist que varios de los participantes de un estudio del MIT, desafiados a estar a solas sin un smartphone durante 15 minutos, “optaron por darse una dolorosa descarga eléctrica para escapar del aburrimiento.” Ni más ni menos que contra la regla de una vida pavloviana, la filosofía tiene que librar un combate. Emancipar el deseo, la interioridad, bombardeados con estímulos hasta la fiebre por la industria cultural (y ahora social) es liberarnos del abatimiento y la melancolía de una vida reducida al simple consumo. En tanto difusores de un saber diferenciado, tarea más alta: lograr que, allí donde aparece una ocasión volitiva, un instante de deseo de placer cómodo, surja la desconfianza. Una disciplina filosófica crítica debe desmentir el lugar donde se anuncia lo que queremos.
Quizás tiene que morir la filosofía, para poder vivir.
[1] Me extiendo sobre esta necesidad de crítica en una artículo titulado “Deconstruir “La deconstrucción”” publicado hace algunos años en Filosofía Contracrítica.
[2] Adorno T. y Horkheimer M. (1998) Dialéctica de la Ilustración. Ediciones Trotta: Valladolid. P. 176
[3] https://es.wikipedia.org/wiki/Dar%C3%ADo_Sztajnszrajber#:~:text=Desde%202011%20ha,filosof%C3%ADa%20y%20f%C3%BAtbol.