Se murió la vieja del barrio
El espíritu ancestral de la vieja hincha huevos es lo punk en un mundo algorítmico.
Le pedí a una herramienta de IA que generara una imagen con el propmt “vieja hincha huevos” y me tiró esa imagen.
Esta es una banda que no me gusta, y reconozco que el producto de esta grabación completa de estudio es excepcional. Algo vintage, algo moderno. Fue grabado antes de la pandemia, pero lanzado durante la cuarentena. De alguna forma, captura algo del 2020: la convivencia entre lo digital, lo analógico y lo melancólico.
Era chico, y el barrio era otro. Conocía las cinco o seis cuadras imaginadas que uno tiene por eso, por el barrio propio: la mañana neblinosa, el andar de la mano, las caras conocidas, las incomprensibles. Mi tíos vivían a la vuelta de casa; mi abuela a 2 cuadras. Sabía, además, por charlas en casa, los nombres de algunos personajes y su vida secreta. Tuve la fortuna de que el mundo del que les hablo tuviera algunos árboles, casas bajas y luz natural.
La ciudad de Buenos Aires –parece– está condenada a perderse a sí misma, a modernizarse, tardíamente, de tanto en tanto. El subte, las autopistas, la bicisenda, el metrobús; ahora quizá los códigos urbanos que la han plagado de monoambientes. Las décadas de precariedad económica marcaron el ritmo más o menos pausado de nuestra modernización. No obstante, se trata de un destino irrevocable: uno que se ensaña especialmente con nuestros recuerdos. Esa es la gran tragedia que algunos géneros captaron bien: la modernidad es –como diría Marshall Berman– fundamentalmente destructiva y trágica.
Por eso, algunos hablan de Patrimonio inmaterial o cultural, uno que trasciende las viviendas, los techos o los adoquines. Es un patrimonio que resguarda un estilo de vida…
Pausa. No quiero prolongar un discurso lacrimógeno acá. Quiero hablar de una señora: porque ese barrio tuvo una. Y murió sin que yo supiera su nombre. Esa fue la señora de mi barrio.
Tenía un cuerpo alargado, el pelo blanco y largo con una vincha negra característica. Era delgada e infatigable. Se dedicó toda la vida a ejercer –con una tenacidad que elevó a verdadero arte– el hinchar las pelotas. Puteaba a la gente que cruzaba mal la esquina, a quienes no respetaban los semáforos, a los obreros de las obras que se prolongaban demasiado. Apuraba, atosigando, a todo el mundo: no había evento que no mereciera un comentario o una objeción. A contramarcha de lo que parece, su paso por mi vida, distinto a muchas otras circunstancias e individuos aparentemente más cercanos a mí, jamás me resultó insignificante. Nunca se me pasó por alto que ella existía ni que tenía un papel en mi pequeña vida urbana. En la de todos, en verdad: afortunadamente, todos conocimos su puteada o su mirada castigadora.
De esa fortuna quiero hablar.
Esta mañana comprobé que la vereda de mi casa –la del presente, Mayo del 24– continúa destruida; que ya se cumplen varios meses desde que comenzó la hecatombe. Una de esas muchas hazañas del sistema del régimen de partido dominante de CABA. Quieto y observando los escombros acudió un recuerdo. Pude decirme:
—Acá lo que hace falta es la vieja del barrio. Si estuviera para hinchar las bolas, esto hace rato no seguiría.
Pensé que hacía tiempo no la recordaba: se había instalado como una ola subterránea en el quieto furor de las postales viejas. Hacía falta ella para que el mundo marchara a un ritmo deseable. Ella, que ahora faltaba: para que la imperfección prevaleciera menos, para que el contratiempo se resolviera, para que la vida encontrara un cauce que hoy no encuentra. Pensé en la vieja. Cómo ese azar concreto pone ciertas figuras en nuestras vidas, ciertos eventos, algunos rincones.
Claro que la tuve por loca y supe boludearla. La vejez, a los ojos de un joven, es una cosa incomprensible, repleta de escenas de ridículas dificultades y raras intransigencias. La fidelidad a ciertas costumbres no es algo que se pueda comprender desde la fugacidad infantil: eso se aprende con el tiempo. Pero en ese brillo rápido con que se ve la vida también hay lugar enorme para el cariño y la franqueza. Claro que me reía de los desplantes gratuitos de la vieja, de su caripela descompuesta, del ceño marchito. Hoy sé, sin embargo, que la quise y que ese amor perdura.
¿Por qué?, se preguntará alguno. Porque había en ella algo que me hace agradecer al destino, las parcas, los avatares de la vida que sólo Dios previene, o lo que sea. El azar no nos coloca siempre ante lo que “deseamos”. Esa es la clave de lo que quiero decir, por más obvio que parezca. Esa es la clave en la que debe leerse este newsletter. Me arriesgo a cierto descuido para generalizar: todo lo que tenemos por “memorable” de nuestro pasado está repleto de molestias, de llegadas tarde, de mínimas frustraciones y de seres que nos desconciertan. Agradecemos, en todo eso, lo imprevisible, que es –creo, a esta altura– lo único que se puede amar de verdad.
La vieja es inolvidable porque me hinchaba las pelotas, porque no se parecía a nada de lo que podía sugerirme mi deseo (que vaya a saber, por cierto, qué futilezas englobaría esa palabra entonces). Encuentro hoy este mismo placer en la charla con algunos tediosos taxistas que tuve de la ciudad, con los tipos que atienden los comercios, o cualquiera en el teléfono. Toda esa bajamar de la vida urbana, un poco cansada o con alguna esperanza. Nunca comprendí a las personas que preferían “ahorrarse la molestia” de ese momento mínimo, humano.
Comprendí, junto a ella, esta mañana, una lección. Mucho de lo que parece disgustarnos, con el mudar del tiempo –es cierto, amigable en general con los recuerdos– se convierte en un fragmento de sentido fundamental a nuestra vida. Contrasté luego mi pequeña verdad con mi vida virtual, con ese círculo de novedades que rodea mi nombre y mi rostro en un lugar como X (lo que conocimos como Twitter): encontré sólo aquello que se ajustaba a mis caprichos, lo que tengo por sabido, lo que me dice tanto que sí que ya amenaza con embolar.
El algoritmo es la contramano de la vida: refuerza estratos de opinión, equipa trincheras políticas opuestas en el desconocimiento mutuo, siempre otorga nuestra imagen esteril como en un espejo. Leandro Ocón es eso: un conjunto de publicidades que pueden interesarme, algún evento, la novedad que espero. Esa persona digital espera recibir contenido que se ajuste a una serie de parámetros preestablecidos. Los algoritmos que funcionan bien son justamente los que EVITAN aquello que nos molesta, que nos incomoda, que nos disgusta o que desvía de nuestras preferencias.
Pensé en la vieja un rato más. La quise porque se me imponía como un “otro”, como esa escena en que un extranjero llega a nuestra ciudad y silabea con dificultad un idioma que sentimos como propio.
Percibimos, en esa dificultad para comprendernos: Conservar esa capacidad de extrañamiento (de lo que se trata, a fin de cuentas, la percepción artística) exige de nosotros un sometimiento a alguna imprevisibilidad, molestia o desvío. Con todo el “disgusto” aparente que pudiera significar.
A fin de cuentas, uno está siempre hablando del deseo. Ahora que los bots de inteligencia artificial abundan, han comenzado a tomar los lugares que ocupaban socialmente nuestros objetos de deseo. Leí, la semana pasada, sobre el boom de influencers artificiales en Instagram: dan, se dice ahí, una peculiar “sensación de cercanía”. Creo que basta ver las imágenes y familiarizarse luego con la idea de que no existen para sentir un leve malestar. Algunos bots también se desempeñan ya en el mundo de la moda con más éxito que la vasta mayoría de sus colegas humanos.
Cada vez más pareciera que todo imaginario, por más exacerbado, se vuelve realizable. En varios de estos modelos creados por una serie casi cliché de inputs (tetas, delgadez, simetría, formas esbeltas) pareciera residir un mecanismo casi de lámpara de Aladino: etapa superior del algoritmo en la que ya se nos da por alimento sólo lo que es a nuestra imagen y semejanza. Es un mecanismo casi burdo, como si todo consumo quisiera proponer la retribución de la merca.
Conocer a otra persona, por el contrario, es atravesar un verdadero vendaval: una colisión de mundos. Pocas cosas son capaces de producir tanta vacilación, tanta zozobra, exaltación o angustia como darse a conocer a otro. El deseo recurre al misterio de ese otro; queremos vencerlo y ser, finalmente, comprendidos. Eso cuesta y, por momentos, duele, a diferencia de todo lo que otorga el genio de la lámpara, el algoritmo. Y muchas aparentes necesidades son producto de la confusión, o de mecanismos de rewards (Tiktok, la merca, Twitter, un reel de instagram, jugar al Fortnite) que han tomado las riendas dopamínicas de nuestros cerebros.
Ingresar al cielo del otro, dijimos en otro lado. Por más grande que sea el ardor con adoramos ciertas imágenes, siempre tendrá que persistir la evidente distancia entre ellas y la carne, al fin, el otro. Algunos “avances” de la artificialidad parecen pretender borronear esa evidencia. Presentimos, en estos días, que la época retorna a cierto modo de idolatría, y se hinca de amor ante los más diversos fetiches. Hay gente pagando por ser golpeada en público, infinitos bots pornográficos reptando en las casillas de comentarios. Si entrábamos nuevamente a un siglo de la Imágen (siglos de la “Letra” hubo pocos, sólo dos: el XIX y el XX), no podíamos prevenir que éstas fueran a interponerse entre nosotros y los demás, ni que fuera posible preferirlas. Quizá, debido a ello, voy a decir algo un poco apresurado, defecto por demás justificado considerando el formato un cacho imprecisable de un newsletter: en nuestras circunstancias, todo acto liberador equivale a un gesto de iconoclasia. Sobran algoritmos y cortinados de virtualidad donde encontrar el “modelo” de lo que queremos, sea una gaseosa, un casino digital, una actriz porno o un elenco de opinadores afines en Twitter.
Gracias a la señora de mi barrio. Esto se lo debo. El deseo verdadero, orgánico, yace en esa ensalada que se nos arma cuando no encontramos las palabras, cuando el otro irrumpe, cuando algunas cosas nos parecen lo bastante extrañas.
Como una señora sin nombre. Una señora deambulaba como un guardián protector de manera incesante con su andar torcido y perseverante. Su delgado cuerpo con una imponente presencia de cabellos largos y grises que hoy permanece, de cierta forma, como un fantasma de la humanidad que estamos perdiendo.